20 de janeiro de 2013

DE LA DESHONESTIDAD, POR SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

El hombre deshonesto es semejante al hidrópico, que cuanto más bebe, más acosado se ve de la sed; pues lo mismo es el maldito vicio de la deshonestidad, la cual no se sacia jamás, como dice Santo Tomás de Villanueva: Sicut hudropicus, cuanto magis abundant humore, tanto amplius sitit; sic fluctus carnalium voluptatum. Por tanto, suministrándome asunto el Evangelio de hoy para hablaros de este vicio, os haré ver en el presente discurso:
Punto 1º: El engaño de los que dicen que el pecado de la deshonestidad merece algún disimulo.
Punto 2º: El engaño de los que dicen, que este pecado lo tolera Dios y no lo castiga.

Punto 1
Engaño de los que dicen que el pecado de la deshonestidad merece algún disimulo.1. Dice el hombre deshonesto, que este pecado es digno de disimulo, aunque todos conocen su fealdad y le detestan. El sólo no la ve ni la conoce, semejante al animal inmundo, como dice San Pedro, que se revuelca en el cieno: Sus lota in volutabro luti. (Petr. II, 22). Dime tú, pecador deshonesto, que hablas de ese modo, ¿me negarás, acaso, que el pecado de la deshonestidad es culpa grave? Si me lo niegas, eres un hereje declarado, puesto que dice San Pablo, que ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los afeminados han de poseer el reino de Dios (I. Cor. VI, 9 et 10). Y si es pecado mortal, y no despreciable, lo mismo que el hurto, la murmuración, la infracción del ayuno y los demás pecados mortales; ¿cómo te atreves a decir que es poco importante? ¿Acaso te parece poco importante un pecado mortal? ¿Crees que es cosa de poca importancia despreciar la gracia de Dios, volverle las espaldas y perder su amistad por un breve placer, propio de bestias?
2. El angélico doctor Santo Tomás escribe, que el pecado mortal contiene en sí una malicia infinita, por ser un desprecio que se hace a un Dios infinito. ¿Y dirás, tú, hombre deshonesto, que un pecado mortal es de poca importancia? Antes digo yo, que es una culpa tan grave, que si todos los ángeles y todos los santos, los apóstoles, los mártires y la misma Madre de Dios, ofreciesen todos sus méritos en satisfacción de un sólo pecado mortal, no serían suficientes para satisfacer por él, puesto que esta satisfacción sería finita y la ofensa es infinita, porque hace relación a un Dios infinito. En verdad os digo, que el odio que tiene Dios al pecado de obscenidad, es gravísimo. Si una dama halla un cabello en su plato, no come aquél día por las náuseas que le produce. Dios, pues, que es la misma santidad y la misma pureza, ¿con cuánto horror mirará la deshonestidad licenciosa, prohibida por la santa ley? Sabemos que Él ama infinitamente la pureza, y por consiguiente, que aborrece en la misma proporción la sensualidad.
3. Dice Santo Tomás, que Lucifer, que se cree fue el mismo demonio que tentó a Jesucristo en el desierto, le quiso inducir a otros pecados; pero tuvo a menos inducirle al pecado de la deshonestidad. Digan los deshonestos enhorabuena, que este vicio merece disimulo; más yo les pregunto ¿es disimulable, que un hombre que tiene una alma racional, enriquecida por Dios con tantas gracias, se haga por este pecado semejante a las bestias? ¿No se hace por él indigno de la redención y de la misericordia de Dios? Sobre todo; ¿no infringe, abandonándose a este vicio; el sexto precepto del Decálogo, que nos prohíbe todo acto deshonesto? Dice San Jerónimo (in Oseam. c. 4): «La fornicación y la deshonestidad trastornan los sentidos y convierten al hombre en un bruto». En el deshonesto se verifica más propiamente aquella sentencia de David, cuando asegura que el hombre se ha igualado con los insensatos jumentos y se ha hecho como otro de ellos. Decía San Jerónimo, que no hay cosa más vil y despreciable que dejarse el hombre vencer de la carne. ¿Será también cosa de poca importancia olvidarse el hombre de Dios y desterrarle de su alma, por dar un goce pasajero al cuerpo, goce de que se avergüenza el propio pecador luego de que pasó? De este pecado se lamenta el Señor cuando dice por Ezequiel (XXIII, 35) a los hombres deshonestos: «Os habéis olvidado de mí, y me habéis pospuesto a vuestro cuerpo». Y Santo Tomás, en el capítulo XXXI sobre Job, dice: que todo vicio hace al hombre enemigo de Dios, especialmente el vicio de la deshonestidad.
4. Añadamos a lo dicho, que este pecado llega a ser un mal inmenso por la felicidad con que se toma fuerzas y se multiplica. Un blasfemo no blasfema siempre, sino sólo cuando se embriaga de furor y encoleriza. Un ladrón no roba todos los días, sino solamente cuando se presenta ocasión. Un asesino, cuyo oficio es matar a sus semejantes, comete, cuando más, ocho a diez asesinatos. Pero el deshonesto es un torrente continuo de pecados, de pensamientos, de palabras, de miradas, de tentaciones; de manera, que si va a confesarse, no puede explicar el número de pecados que ha cometido. A los que adolecen de este vicio les presenta el demonio los objetos obscenos, no solamente como están despiertos, sino también mientras duermen, para que consientan en el pecado cuando despierten. Y cuando ellos se hicieron esclavos ya del demonio, le obedecen y consienten fácilmente. La razón de esto es, porque en este pecado es fácil contraer el mal hábito; pues a los otros vicios de blasfemar, de quitar la fama al prójimo y de matar, no está inclinado el hombre; pero a éste le inclina la misma naturaleza. Por esto dice Santo Tomás, que ningún pecador se halla tan dispuesto a despreciar a Dios, como el hombre deshonesto, que le desprecia y le vuelve las espaldas en cuantas ocasiones se le presentan.
5. Escribe San Cipriano, que por este vicio triunfa el demonio de todo el hombre, es decir, del cuerpo y del alma. Triunfa de la memoria, porque hace que recuerde ciertos placeres para deleitarse el entendimiento, haciéndole desear las ocasiones de pecar. Triunfa de la voluntad, moviéndola a amar la deshonestidad como su último fin, y como si no hubiese Dios. El santo Job tenía horror a ese vicio, que decía: «Hice pactos con mis ojos de ni siquiera pensar en una virgen; porque de otra suerte, ¿que comunicación tendría conmigo desde arriba Dios, ni que parte me daría el Todopoderoso de su celestial herencia?». San Gregorio escribe, que de la deshonestidad nace la ceguedad del alma, el odio de Dios, y la desesperación de la vida eterna. (San Greg. Mor. lib. 13). Y San Agustín hablando del deshonesto, dice: que aunque él envejezca, no envejece el vicio. Y por esto afirma Santo Tomás: que de ningún pecado se alegra tanto el demonio, como de la impureza; porque a ningún pecado está tan inclinada la naturaleza como a éste; de suerte que el apetito no puede saciarse. ¿Y todavía diréis, hombres deshonestos, que es disimulable este vicio? Yo os aseguro que no hablaréis así a la hora de la muerte. Entonces cada pecado de impureza os parecerá un monstruo salido del Infierno. Y mucho menos hablaréis de este modo ante el tribunal de Jesucristo, que os responderá con estas palabras del Apóstol: «Ningún impúdico será heredero del reino de Cristo» (Ephes. v, 5). Y en verdad, no es digno de habitar con los ángeles quien quiso vivir como los brutos.
6. Pidamos siempre a Dios, amados oyentes míos, que nos libre de este vicio, porque de otro modo perecerán nuestras almas. El vicio de la impureza lleva en sí mismo la obcecación y la obstinación. Todos los vicios hacen al hombre duro e insensible, pero más que todos ellos la deshonestidad. Por eso dice Oseas en el capítulo IV vers. 11, que la deshonestidad, el vino y la embriaguez quitan el buen sentido. Y Santo Tomás afirma, que el deshonesto no vive razonablemente. Si el que adolece de este vicio, pues, pierde la luz y no ve que obra mal, ¿como puede detestar su culpa y enmendarse? Dice también el profeta Oseas, que a los obscenos, porque están dominados del espíritu de la fornicación, ni aún les ocurre la idea de convertirse a su Dios, sino que le desconocen. Acerca de este vicio escribe San Lorenzo Justiniani, que por la delectación de la carne nos olvidamos de Dios. Y San Juan Damasceno escribe igualmente que el hombre carnal no puede ver la luz de la verdad. De ahí es, que el hombre impuro no conoce lo que significa ya la gracia de Dios, Juicio, Infierno ni Eternidad. He aquí porque unos algunos impúdicos, obcecados ya con el vicio, se atreven a decir que la fornicación con las mujeres libres no es pecado, puesto que no lo era, según ellos dicen, en la ley antigua; y citan a Oseas cuando le dijo Dios: Anda, cásate con una mujer ramera y ten hijos de ramera: Vade, sume tibi uxorem fornicationemet fac tibi filios fornicationum (Oseæ. I, 2) Más este es un error que les sugiere su ciega pasión; porque la fornicación siempre fue pecado, así en la ley antigua, como en la nueva. ¿Y que resulta de estas cavilaciones sutiles para convertir el vicio en virtud? que sus confesiones son nulas, porque las hacen sin verdadero dolor. ¿Y cómo pueden tener dolor, si no conocen ni detestan sus pecados?
7. Lleva además consigo este vicio la obstinación y dureza de corazón. Para no ser vencido por las tentaciones deshonestas debemos recurrir a la oración como nos lo encarga el Señor: Vigilate et orate, ut non intretis in tentationem (Marc. XXIV, 38) Más ¿cómo ha de pedir a Dios el hombre deshonesto que le libre de ta tentación, cuándo él mismo está buscando las ocasiones de ser tentado; y tal vez se abstiene de pedir esto, temiendo ser oído y sanado de este vicio, que desea que dure arraigado en su alma, como confesaba el mismo San Agustín? Temía -dice- no me oyeses y me sanases presto del vicio de la concupiscencia, el cual quería más ver saciado que extinguido. (San Aug. Conf. lib. 8 cap. 7). San Pedro llamó a este vicio pecado continuo, con respecto a la obstinación con que se arraiga en el alma. (II. Petr. II, 14). Algunos dicen: Yo siempre me acuso de este vicio en la confesión. Esto es lo peor, porque tornando siempre al pecado, es señal que no le detestan. Si ellos creyesen que este pecado les puede conducir al Infierno, difícilmente dirían: yo no quiero dejarle, y no importa que me condene. Pero el demonio les engaña: Cometedle, les dice, que después os confesaréis. Más, para que la confesión sea buena, es necesario el arrepentimiento de corazón y el propósito de la enmienda. Y ¿en donde, pregunto yo, está el arrepentimiento y el propósito de aquél pecador deshonesto que vuelve todos los días al vómito? ¿Que importa que siempre lo confiese, si siempre vuelve a pecar, manifestándose así, que se confiesa por mera ceremonia? Si tuviese verdadero dolor y hubiese recibido la gracia de las confesiones anteriores, no reincidiría tan brevemente. Si siempre recae el vicioso a los ocho, a los diez días, o quizás antes, ¿que señal os parece que es esta? Es señal de que siempre ha vivido en pecado mortal. Cuando un enfermo vomita presto los remedios que toma, es señal de que la enfermedad es incurable.
8. Dice San Jerónimo, que el vicio deshonesto, cuando ha llegado a ser habitual en alguno, solamente termina en el Infierno. Los impúdicos son semejantes a los buitres, que prefieren dejarse matar por los cazadores antes que abandonar los podridos cadáveres de que se están alimentando. Esto hizo una joven como refiere el P. Segneri (Crist. Istr. Rag. 24, n. 10) la cual, después de haber tenido trato deshonesto con un joven, cayó en una enfermedad y daba muestras de haberse arrepentido, pidiendo al confesor licencia para llamar al joven, con el fin de exhortarle de mudar de vida a vista de su muerte. El confesor, poco prudente, se la concedió y le indicó lo que debía decirle cuando llegase. pero oid lo que sucedió. Cuando la desgraciada le vió a su lado, se olvidó de la promesa hecha al confesor, y lo que debía decir al joven. Se sentó en la cama, extendió los brazos hacia él y luego le dijo: Amigo siempre te he amado, y te amo ahora mismo que me voy a morir; veo que me voy al Infierno por ti, pero no me importa condenarme por tu amor. Dicho esto cayó sobre el lecho y expiró. Muy difícil es que se enmiende, y se convierta de corazón a Dios, y que no vaya al Infierno, como esta joven desgraciada, quien se ha entregado habitualmente a este vicio.

Punto 2
Engaño de los que dicen que este pecado lo disimula Dios9. Dicen los hombres deshonestos, que Dios disimula este pecado, cuando, por el contrario, afirma Santo Tomás de Villanueva; que ningún pecado castiga a Dios con tanto rigor como el de la deshonestidad. Por este pecado leemos en las santas Escrituras, haber enviado Dios un diluvio de fuego sobre las cuatro ciudades de Pentápolis, que abrasó en un momento, no solamente a los hombres, sino hasta las piedras. Y San Pedro Damián refiere, que un hombre y una mujer que estaban pecando, fueron hallados abrasados por el fuego, y negros como el carbón.
10. El diluvio universal fue también ocasionado por este vicio. Abriéronse las cataratas del cielo, y estuvo lloviendo cuarenta días y cuarenta noches, de manera, wue las aguas se elevaron quince codos sobre los montes más altos para castigar este vicio. En castigo de este desorden quiso Dios, que solamente se salvasen ocho personas en el arca de Noé, y que todas las demás pereciesen. Pero reflexionad sobre las palabras de Dios antes de imponer al mundo el castigo por este pecado: «No permanecerá mi espíritu en el hombre para siempre, porque es muy carnal» (Gen. VI, 3); como si dijera: porque está inclinado a la carne, y se deja llevar de sus desordenados apetitos. La cólera de Dios no es como la del hombre, que turba el espíritu y le induce a cometer excesos; sino que es un juicio justo y tranquilo, en el cual el rigor de la pena es proporcionado a la grandeza de la culpa. Y para que nosotros entendiésemos cuanto aborrece Dios la deshonestidad, añadió: que le pesaba haber creado al hombre que tanto le ofendía con este vicio.
11. Según San Remigio pocos de los adultos se salvan a causa de este vicio, solamente están libres de él los niños. En confirmación de estas palabras del santo, tuvo revelación una alma santa, que así como la soberbia llenó el Infierno de demonios, así también la deshonestidad le llena de hombres. Y la razón que de esto da San Isidoro, es: porque ningún otro pecado hace a los hombres tan esclavos del demonio como la impureza. Y por lo mismo, observa San Agustín, que la lucha es general, y la victoria de muy pocos: Communis est pugna et rara victoria.
12. Cuanto acabo de decir, oyentes míos, no lo he dicho para que desesperen de su salvación los deshonestos que se hallen entre vosotros, sino para que procuren sanar de su enfermedad. Tratemos ahora, pues, de los remedios que hay para sanar el vicio de la impureza. Dos son los principales: la oración y la fuga de las ocasiones. En cuanto a la oración, San Gregorio Niceno dice: que ella es la defensa y el escudo de la pureza. Y antes que él lo dijo el sabio Salomón d éste modo: Y luego que llegué a entender que no podría ser continente si Dios no me lo otorgaba, acudí al Señor y se lo pedí con fervor. (Sap. VIII, 21). Y en efecto, no es posible resistir a este vicio sin el auxilio divino. Por tanto, el remedio para vencer las tentaciones es: recurrir a Dios inmediatamente que nos sentimos tentados, repitiendo muchas veces los nombres santísimos de Jesús y María, que tienen una virtud especial para desterrar para desterrar de nuestra imaginación los malos pensamientos. Es preciso también desechar inmediatamente el mal pensamiento de la imaginación, con la misma ligereza con que sacudimos la chispa de fuego que nos cae en la mano, y decir al punto: Jesús y María, ayudadme.
13. En cuanto a la fuga de las ocasiones, solía decir San Felipe Neri, que en esta especie de guerra vencen los cobardes; es decir, los que no quieren luchar con la tentación, sino que huyen de ella; y por lo mismo, conviene, ante todas las cosas refrenar la vista para no mirar a personas jóvenes, pues de otro modo, difícil es evitar este vicio como dice Santo Tomás: Luxuria vitari vix potest, nisi vitetur aspectus mulieris pulchrœ. (San Thom. 1, 2 q. 167, a. 2) Por eso decía Job, que hizo pacto con sus ojos de ni siquiera pensar en ninguna mujer. Advierte Salomón en los Proverbios, que teme el sabio y desvía; pero el insensato se presume seguro y cae.
¡Ea, pues, oyentes míos, los que por desgracia estéis poseídos del vicio de la deshonestidad! romped por fin los lazos en que os tiene enredados el demonio, y volveos a nuestro divino redentor, que os espera con los brazos abiertos para abrazaros. Haced presto una confesión humilde y dolorosa de todas vuestras culpas, y el Señor os admitirá nuevamente en su redil, aunque habéis estado tanto tiempo apartados de Él. Pero, después que os hayáis confesado, huid con cuidado de las ocasiones de pecar, puesto que en esta lid sólo se vence huyendo, como ya hemos dicho. Hacedlo así, oyentes míos, y Dios os dará ayuda que necesitéis para perseverar en su santa amistad, y después la gloria eterna.

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