Loable y natural es que preocupe a los sacerdotes de Cristo el dolor de los pobres. Pero hay que considerar que si es el dolor humano que les aflige, no sólo la pobreza atormenta al hombre. El problema de fondo viene a ser la existencia misma del dolor en todos los sentidos, pero éste hay que encararlo desde un punto de vista distinto a los ordinarios. Pues lo que hace infeliz al hombre no es el sufrimiento en sí, sino la falta del sentido del sufrimiento. Este es el verdadero problema: no tanto la existencia del sufrimiento como el no encontrarle sentido; el que padece sin sentido se precipita en el vacío; el que padece con sentido encuentra en el dolor un acicate.
Así, los santos y los héroes padecen muchas cosas, pero el padecer a causa de un ideal, viene a ser para ellos motivo mismo de felicidad. Pobreza, enfermedad, dolor irremediable, siempre habrá en el mundo. El Evangelio da por sentada la existencia de todo sufrimiento; no habla de suprimirlo violentamente; lo transforma y lo eleva. El dolor humano se convierte así en el cristianismo en una fuente inagotable de vida espiritual, y engendra fuerzas superiores.
Los sacerdotes de Cristo que ahora pugnan contra la pobreza -que es sólo un aspecto del dolor- por el peor de los caminos, deben mejor comprender que el mundo todo no es más que un inmenso lugar a donde toda criatura viene para ser pisada, y que es a ellos, ¡oh divina vocación que únicamente salva!, a quienes corresponde encauzar los ríos de sangre y lágrimas que se derramarán hasta el fin, hacia los anchos cauces salvadores de la sombra de la Cruz. Pero la Cruz sigue siendo tan insólita, tan misteriosa, tan inaceptable, para muchos que la ven desde fuera -porque por ejemplo los pobres suelen abrazarse a su cruz-, que más que nunca se ha hecho el silencio sobre el verdadero Evangelio, que transforma todo dolor en “pasión de Cristo”, enfocándolo todo hacia realidades espirituales.
Por eso hoy tenemos sacerdotes prestos a hablar en mítines callejeros y a participar en motines revolucionarios, pero no tenemos audaces de Cristo que como en otros tiempos se proclamen pobres y predicadores de la Cruz, que salgan con un sayal (poseyendo sólo eso en verdad) a predicar sólo y nada más el Evangelio. El Evangelio se les ha ido de las manos. Hoy no se conmueven verdaderamente las almas a través de las palabras de la mayoría de nuestros sacerdotes revolucionarios, porque para predicar ideas políticas comunes a cualquiera, no hace falta ser sacerdote. Para hacer la revolución, se tienen a favor todas las pasiones humanas halagadas. Pero para convencer a los pobres de la paciencia y a los ricos de la justicia y caridad, hace falta ser portador de la gracia de Cristo. Los sacerdotes han olvidado que son portadores reales de esa Gracia; por eso su sacerdocio no convence. Su sacerdocio real esta soslayado, y hablan como cualquier otro hombre. Por esto nunca oímos hablar (cuando sí mucho de peroratas de líder) de un sermón verdadero que trascienda las paredes de un templo, y del cual los pobres salgan consolados y los ricos convencidosdel desprendimiento y de la justicia.
Pero para mover a las almas a base de una gracia, hace falta tener el Espíritu Santo, y éste se posee solamente en la medida en que el hombre -el sacerdote sobre todo- se aparta del mundo y se una verdaderamente con Dios, en la oración, en la penitencia, en la contemplación, en la vivencia plena de la vocación. Por eso los problemas humanos ya no son enfocados por muchos sacerdotes desde los ángulos divinos, sino simplemente desde las miras humanas. Y sus soluciones serán soluciones según el mundo (sin que lleguen verdaderamente a serlo), pero no soluciones según Dios, las que lo serían verdaderamente.
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